
Un constante indicador del paso de los años en los hombres ha sido el traje talar. A menudo es también un signo de eminencia y de poder temporal o espiritual. En su forma clásica, este tipo de vestimenta aparece como la toga hasta el suelo de Grecia y Roma; nos resulta familiar por las estatuas de dioses y emperadores, y se puede ver en las vasijas griegas. El traje talar también aparece en los mosaicos bizantinos y en la escultura y las ilustraciones de manuscritos medievales. Lo llevaron los hombres de edad o importantes durante el Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XVIII, adoptando diferentes formas según cambiaban las modas, pero conservando sus significados. En el teatro se convirtió en el vestuario reconocido para los ancianos, y aún se asignó tradicionalmente a Polonio, Lear y otros ciudadanos venerables, mientras que, a Hamlet, a Edgar y al príncipe Hal se los viste con jubón traje talar, también suele llevar medias de calzón, como indicación al público de que no ha abandonado las locuras juveniles.) Durante el siglo XVIII el vestido hasta el suelo se fue abandonando gradualmente como prenda de vestir en público, incluso por parte de los ancianos. Ha sobrevivido, no obstante, en el vestido ritual de ciertas profesiones, principalmente de la medicina, la religión y la ley. Las vestimentas de los sacerdotes y las togas de muchos jueces norteamericanos y de todos los británicos descienden de esta tradición. Lo mismo ocurre, por supuesto, con la toga académica de los eruditos universitarios, y también con la de los semi analfabetos graduados de secundaria en ciertos países, quienes, sin embargo-quizá por un sentimiento colectivo de falta de méritos, quizá por economía, tienden a llevar togas considerablemente más cortas.
Aunque los seglares dejaron de usar en público el traje largo, en privado aún se pudo ver durante al menos cien años, más bien en forma de camisón de dormir largo. Los pijamas son una adquisición relativa-mente reciente de la civilización occidental, aunque en Oriente los conocen desde hace siglos. Antes de 1900 la mayoría de los hombres de Europa y América usaban camisones largos para dormir: de manga larga, abiertos hasta abajo y casi siempre blancos, como un disfraz de fantasma; su longitud podía variar desde mitad del muslo hasta el suelo.
Cuando se prueba un modelo nuevo, la generación más vieja es por lo general la última en dejar de lado el antiguo. Incluso una vez que los pijamas estaban ya ampliamente extendidos y los habían popularizado películas de Hollywood como Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), los camisones de noche largos de algodón blanco o franela roja los siguieron usando los hombres conservadores de mayor edad, especialmente en las zonas rurales. Llevar ropas de diario un tanto anticuadas es otro signo reconocido de la vejez, y de que se tienen opiniones y creencias anticuadas, como veremos después.
También parece ser un principio general que, si una prenda está disponible en distintos largos, la talla más larga la llevarán las personas más viejas. Si nos fijamos en grabados y pinturas de la época podemos ver que cuando el camisón de dormir era una prenda de uso común, los hombres más viejos los llevaban más largos. El de un hombre muy joven seguramente era bastante corto, o a lo mejor simplemente se iba a dormir con su camisa normal. La misma regla es de aplicación a la ropa de mujer. Actualmente se venden más camisones cortos (y esos inventos tan poco atractivos, los pijamas de pantalón corto) alas adolescentes y más camisones largos a mujeres de mayor edad. Las mujeres más viejas también tienden a llevar faldas relativamente más largas, in-dependientemente del estilo que se lleve en cada momento. Esto es, ciertamente, lo que se les indica que han de hacer. En pleno apogeo de la minifalda, por ejemplo, una revista femenina norteamericana publicó una guía sobre el largo apropiado de los dobladillos para mujeres de diferentes edades. En una fotografía aparecían tres generaciones de sonrientes amas de casa de clase media vestidas con modelos idénticos. La falda de la abuela apenas deja que le asomen las rodillas; la de la madre es unos diez centímetros más corta y la de la hija tiene otros diez centímetros menos. Hoy, por supuesto, las tres nos parecen como la desdichada anciana del poema infantil que se quedó dormida junto al camino real, le cortaron las enaguas y sufrió una crisis de identidad:
Comenzó a agitarse y comenzó a temblar; Comenzó a reír y comenzó a llorar…
En la historia del traje apenas hay unas pocas excepciones a la regla «Cuanto más largo más viejo». Una es la mantilla de bautismo. Habitualmente es, por lo menos, el doble de larga que el bebé que la lleva, y las de niños muy grandes pueden medir hasta casi dos metros. Es como si hubiesen cortado las faldas (aunque no el cuerpo ni las mangas) de la mantilla de bautismo para que le sirvan al hombre o a la mujer que ese niño habrá de ser algún día. La prenda es así el equivalente textil de un sortilegio mágico, más necesario en siglos anteriores, cuando tantos niños no conseguían vivir hasta hacerse adultos. Tiene también otras cualidades simbólicas, indicadas por su tradicional blancura (en nuestra cultura, color de la pureza y la inocencia) y la delicadeza de sus tejidos.
