ADJETIVOS Y ADVERBIOS: LA DECORACIÓN DE LA VESTIMENTA

Aunque la idea es atractiva, no parece posible equiparar las distintas prendas de vestir a las diferentes partes del discurso. No obstante, se puede defender la consideración de los adornos y los complementos como adjetivos o adverbios modificadores de la oración, que es el conjunto completo, pero se debe recordar que los adornos y complementos de una época son componentes esenciales de la indumentaria de otra. Hubo un tiempo en que los zapatos se ataban de verdad con hebillas y los botones de las mangas de una chaqueta se usaban para asegurar los puños vueltos hacia arriba. Hoy estos botones, o los bastoncillos de cobre unidos de unos zapatos de Gucci, son meros vestigios de aquéllos y carecen de toda función real. Sin embargo, si faltan se piensa que la chaqueta o los zapatos se han deteriorado y que ya no se pueden usar.

En los años cuarenta y cincuenta, por ejemplo, una mujer no estaba correctamente vestida si no llevaba guantes. Emily Post, entre otros muchos, lo dejó bien claro: Por supuesto, usad siempre los guantes en la iglesia, y también por la calle. La mujer verdaderamente elegante siempre los lleva cuando está fuera de casa, hasta en el campo. Usadlos siempre en un restaurante, en un teatro, cuando vayáis a almorzar, o a una cena de gala o a un baile. Una dama nunca se quita los guantes para dar la mano, en ningún lugar ni circunstancia. En los actos de etiqueta ha de ponerse los guantes para dar la mano a la anfitriona o a sus propios invitados. No obstante, si pensamos sólo en aquellos complementos y adornos que actualmente son opcionales, tendría sentido hablar de ellos como modificadores. Por tanto, en este sentido ya se puede distinguir un estilo de vestir profusamente adornado de otro más sencillo y natural, independientemente de la época. Como ocurre con el habla, es más difícil comunicar bien con un estilo demasiado recargado, aunque cuando esto se consigue el resultado puede ser impresionante. Un traje cargado de complementos y accesorios es fácil que parezca abigarrado, pretencioso o desconcertante. Sólo muy de vez en cuando el todo resalta sobre cada uno de los elementos y el efecto de conjunto es lujoso, elegante y a menudo sumamente sensual.

EL CAMBIANTE VOCABULARIO DE LA MODA

Como han señalado a menudo quienes escriben sobre la ropa, un individuo normal que viva por encima del umbral de la pobreza tiene muchas más prendas de vestir de las que necesita para cubrir su cuerpo, incluso teniendo en cuenta los lavados y los cambios de tiempo. Por otra parte, a menudo desechamos prendas con poco o ningún uso y compramos otras nuevas. ¿Por qué se hace esto? Unos afirman que todo se debe al lavado de cerebro a que se nos somete por intereses comerciales. Pero la teoría de la conspiración para explicar los cambios de moda la idea de que la adopción de nuevos estilos no es más que el resultado de una conjura entre codiciosos diseñadores, fabricantes y editores de revistas de modas tiene, creo yo, menos fundamento de lo que por regla general se cree. Ciertamente, a la industria de la moda quizá le gustaría que tirásemos toda nuestra ropa cada año y renovásemos por completo nuestro guardarropa, pero este objetivo jamás se ha gente vista cualquier cosa que se le sugiera. Desde que la moda se convirtiera en un gran negocio, los diseñadores proponen cada temporada, una impresionante cantidad de modelos. Los fabricantes sólo han elegido o adaptado unos cuantos modelos para producirlos en serie, pero sólo unos pocos han tenido éxito.

Dentro delos límites que impone la economía, la ropa se adquiere, se usa y se desecha de la misma forma que las palabras, pues satisface nuestras necesidades y expresa nuestras ideas y emociones. Todas las exhortaciones de los expertos en lenguaje no consiguen salvar términos pasados de moda o convencer a la gente de que utilicen los nuevos «correctamente». Antiguamente, los artistas de la moda de mayor talento, desde Worth hasta Mary Quant, conseguían adivinar cada año lo que el público quería que dijesen sus ropas. Hoy parece que unos pocos diseñadores han conservado esta habilidad, pero otros muchos han demostrado estar tan irremediablemente perdidos como los diseñadores de la industria automovilística norteamericana. La maxifalda se presentó con tremenda fanfarria y no poca decepción. Las revistas y los periódicos sacaban (a veces quizá sin darse cuenta) fotos de escenas callejeras de Nueva York y Londres llenas de modelos pagadas vestidas con faldas largas y fingiendo ser transeúntes normales, para dar la impresión a los lectores de las más remotas aldeas de que las capitales habían capitulado. Pero tan intensos esfuerzos fueron en vano: la maxifalda fracasó rotundamente, provocando a quienes apostaron por ella un bien merecido desastre financiero. La industria de la moda no es más capaz de conservar un estilo que hombres y mujeres hayan decidido abandonar que de imponer uno que se empeñen en no aceptar. En los Estados Unidos, por ejemplo, enormes presupuestos publicitarios y la incondicional cooperación de revistas como Vogue y Esquire no han sido capaces de salvar el sombre que durante siglos fue un componente esencial del vestuario de calle (y a menudo del doméstico) de todo el mundo. En la actualidad sobrevive principalmente como protección utilitaria contra el mal tiempo, como componente de la vestimenta ritual (en las bodas de etiqueta, por ejemplo) o como indicador de la edad o de la excentricidad individual.