EL CORDERO VESTIDO DE BORREGO

Vestir con ropas más propias de personas mayores de lo que realmente se es algo que por lo general se ha tratado con mayor indulgencia que lo inverso. En el caso de la niña de siete años que se pone el vestido de su madre y experimenta con sus cosméticos por lo general se considera como una gracia, siempre y cuando sólo lo haga ocasionalmente y en la intimidad de su casa o en la de una amiga. Todo el mundo reconoce que lo único que hace es jugar. Pero si habitualmente va al colegio con las uñas y los labios pintados de rojo y con un pequeño bolso de mano, los extraños la mirarán con desaprobación, los otros niños se burlarán de ella y su profesor puede que se queje a los padres. A éstos también se los considerará responsables si un niño pequeño llega al colegio con una ropa más propia de personas de mayor edad que él o (lo que en la actualidad es lo mismo) que sea demasiado formal para un día de diario. Unos años después, las sanciones contra el uso de ropas más propias de personas de mayor edad las suelen aplicar los compañeros del niño. Sí, no obstante, la diferencia no es demasiado grande, puede que al infractor en lugar de castigarlo se lo admire. El muchacho que se pone un traje para ir al baile de su escuela de secundaria puede levantar miradas de envidia y también de desprecio; a la joven que logra salir de casa sin que le digan que suba a su habitación a quitarse lo que lleva en la cara puede que sus amigas la traten como a una especie de heroína.

O, por supuesto, se puede meter en serios problemas. Un ejemplo clásico es el que se relata en Frankie y la boda (A Member of the Wedding), de Carson McCullers, cuya protagonista de doce años, Frankie, está inmersa en una desdichada transición de niña a mujer. Durante el verano de 1943 en que discurre la acción, Frankie está en lo que los antropólogos llaman una posición liminal (o umbral); como dice McCullers, Frankie era «una persona sin ataduras que andaba rondando los portales de las casas». Su madre ha muerto y el padre se marchó de casa y se despreocupó de la niña, con lo que no hay nadie que le impida bajar al pueblo una mañana con su mejor vestido y con a lápiz de labios y Sweet Serenade». Frankie, que no se da cuenta de lo que está ocurriendo, no acaba violada por muy poco. A menos que sean claramente una forma de disfraz, los trajes de vestir de adulto en un niño más pequeño que Frankie pueden ser muy perturbadores, pues sugieren precocidad sexual. Es por esta razón, quizá, que los enanos adultos de los circos, con sus caras de bebés envejecidos, sus trajes de raso y sus diminutos esmóquines, hacen que nos sintamos tan incómodos. El niño que se viste o que lo visten con ropa de adulto de diario nos perturba menos. A menudo asumimos que tiene preocupaciones y responsabilidades de adulto: la literatura victoriana está llena de estos «hombrecitos» y «mujercitas».

Después de la adolescencia, vestir con ropa de persona mayor hoy en día simplemente implica vestir más formalmente o más conservadoramente que nuestros iguales. Puede transmitir información sobre nuestras opiniones políticas, nuestro origen social o nuestros gustos culturales. O puede que tal indumentaria se asuma por razones pragmáticas. El profesor o el ejecutivo joven que quiere parecer mayor o imponer gruesa. Si es hombre, quizá se deje bigote, lo que, como la barba, tiene bigote rara vez añade más que unos pocos años. Y, por supuesto, eliminó en una cara joven, podría parecer que se hubiese comprado en el departamento de juguetes de unos grandes almacenes.

EL BORREGO VESTIDO DE CORDERO

Vestir con ropas propias de personas de menor edad de la que realmente se tiene parece haber sido siempre más habitual que lo contrario, aunque sólo sea porque los adultos tienen más control sóbrelo que se ponen que los niños y durante un periodo más largo de tiempo. Con moderación, esto está bien recompensado en la sociedad occidental contemporánea, donde el adjetivo «joven» tiene un valor positivo cuando se aplica a cualquier prenda o peinado, o incluso a cualquier plato, automóvil o perfume. Se nos insta a pensar como jóvenes, sentir como jóvenes, actuar como jóvenes y hablar como jóvenes, sazonando nuestro cansado discurso de personas de mediana edad con frases y latiguillos de moda. Sobre todo, se nos insta a vestir como jóvenes, y los estilos más dispares para hombre y mujer se ensalzan en los textos publicitarios con el calificativo de «jóvenes», o por lo menos de «uveniles».

Exagerar la nota, no obstante, siempre se ha tratado con dureza. El ridículo y el desprecio se ceban en el hombre o la mujer de más de cuarenta años que usa jerga de adolescente o que intenta sin éxito disimular los signos naturales de la edad; el avance de la cintura, el retroceso del pelo, el cutis que se marchita y los rizos que encanecen. Desde los tiempos clásicos, la literatura ha estado llena de personajes cómicos viejos y no tan viejos que fingen el vestir y las maneras de los jóvenes. La mujer mayor que cae en este error es especialmente susceptible de que se la tache de «borrego vestido de cordero», pero los hombres no son en ningún modo inmunes. El primo Feenix, el anciano galán de Dombey e hijo, «tan juvenil de silueta y de modos, tan bien acicalado, es una figura tan objeto de burla como su pariente la Ilustrísima Señora Skewton, aunque no inspira el mismo horror, quizá porque es a ella a la única que se nos permite ver en la intimidad de su baño. 

Una disparidad extrema entre edad y vestido, como en el caso de la señora Skewton, se considera repugnante o incluso espantosa. No está claro por qué esto ha de ser así. No hay razón lógica para que una mujer de sesenta años que lleve un vestido de jovencita nos ponga enfermos o nos aterre cuando, por separado, el vestido y la mujer nos dejarían indiferentes. Evidentemente, su yuxtaposición está quebrantando algún poderoso tabú; algo prohibido se está diciendo en el lenguaje de la indumentaria. Posiblemente el mensaje prohibido tenga que ver con la persistencia de la sexualidad en la vejez, un fenómeno que hasta hace poco se pasaba por alto o se negaba. Sin embargo, los últimos años han contemplado una mejoría de esta situación, y las normas actualmente vigentes sobre lo que un anciano o una anciana pueden ponerse son también más relajadas. El «borrego con ropa de cordero》 también ha desaparecido en mayor o menor grado de la novela seria, al menos como objeto de terror.