
La forma más extrema de ropa convencional es la indumentaria totalmente impuesta por otros: el uniforme. Da igual el tipo de unifor.me que sea: militar, civil o religioso; el vestuario de un general, de un cartero, una monja, un mayordomo, un jugador de fútbol o una camarera. Vestir de librea es renunciar al propio derecho a actuar como individuo; en términos lingüísticos es ser parcial o totalmente censurable. El uniforme actúa como una señal de que no debemos o no hace falta que tratemos a alguien como un ser humano, y de que éste tampoco debe ni tiene que tratarnos a nosotros como tales. No es casualidad que quienes visten de uniforme, lejos de hablarnos con franqueza y sinceridad, con frecuencia repitan mentiras mecánicas. “Ha sido un placer tenerlo a bordo», dicen, «No me es posible darle esa información» o «El doctor lo atenderá enseguida. El doctor Grantly, el archidiácono de la novela The Warden (1855), de Anthony Trollope, es beato y ceremonioso hasta cuando está solo con su esposa: «No es hasta que no se ha cambiado ese eternamente nuevo sombrero de ala ancha por un gorro de dormir con borla, y esos sayos negros y brillantes por su acostumbrada robe de nuit, cuando el doctor Grantly habla, mira y piensa como un hombre corriente. Puede facilitar la transición de un rol a otro, como señala Anthony Powell en Faces in My Time cuando describe su ingreso en el ejército británico en 1939: Había que olvidarse por completo de todo aquello que había constituido tu vida sólo unas semanas antes. A este estado mental contribuía el anonimato del uniforme, algo por lo que hay que pasar para poder apreciarlo, en un sentido más evidente cuando estás fuera de servicio en sitios como vagones de tren o bares. También es cierto que un uniforme puede ocultar las carencias físicas y las psicológicas, o incluso eliminarlas; la toga de un juez o la bata de un cirujano pueden conseguir disimular una constitución endeble o los temores de incompetencia, invistiéndolos de dignidad y seguridad.
Al contrario que la mayor parte de la ropa civil, el uniforme es con frecuencia consciente y deliberadamente simbólico. Identifica a quien lo lleva como miembro de un grupo y a menudo lo ubica dentro de una jerarquía; a veces da información sobre sus hazañas. James Laver señala que en Gran Bretaña. Es probable que en su diseño inicial todos los uniformes tuviesen un valor simbólico y fuesen tan fáciles de «leer» como el conjunto que viste actualmente una «conejito» de Playboy. Pero el traje oficial tiende a congelar los estilos de la época en que se inventó, y hoy los uniformes del siglo XVI de los guardas de la Torre de Londres o el chaqué de estilo tardo eduardiano del mayordomo típico quizá simplemente nos parezcan pasados de moda. Los uniformes militares, como señala James Laver, tenían en principio la finalidad de «impresionar e incluso aterrorizar al enemigo» en el combate cuerpo a cuerpo (igual que los gritos de guerra con que se acompañaban), y los guerreros se disfrazaban, en consonancia, de diablos, esqueletos y bestias salvajes. Aun después de que la pólvora hiciese caer en desuso este tipo de lucha, el deseo de aterrorizar «sobrevivió hasta los tiempos modernos en formas testimoniales como la calavera del tocado de los húsares y las costillas desnudas del esqueleto que originariamente se pintaban en el cuerpo del guerrero y que más tarde se transformaron en las hileras de botones decorativos de su guerrera”. Cuando una persona viste de uniforme y obviamente no está desempeñando las obligaciones que éste lleva aparejadas, ello se ha asociado a menudo con la dejadez personal, como en el caso de los soldados borrachos de juerga por las calles. En este siglo, no obstante, el uniforme se ha adoptado como forma de protesta pública, y tanto hombres como mujeres han participado en mítines y manifestaciones vestidos con sus uniformes del ejército, la marina o la policía, con lo que implícitamente querían decir «Soy militar, pero estoy a favor del desarme/la distensión/los derechos de los homosexuales, etc.». Un hecho relacionado con éste fue la costumbre de los bippies estadounidenses, durante los años sesenta, de usar elementos de viejos uniformes militares de la guerra civil, la primera y la segunda guerra mundial. Estas ropas militares dejaban perplejos a muchos de quienes las veían, especialmente cuando aparecían en manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Otros comprendían el mensaje que llevaban implícito, que era que el joven melenudo con la guerrera confederada o la chaqueta estilo Eisenhower no era ni un cobarde ni un mariquita, que no estaba en contra de todas las guerras, sino solamente en contra de la guerra cruel e innecesaria a la que corría el peligro de que se lo llevaran.
ELOCUENCIA Y MAL GUSTO
Entre el cliché y la locura, el lenguaje de la indumentaria acoge todas las variedades conocidas de discurso: elocuencia, agudeza, información, ironía, propaganda, humor, patbos e incluso (aunque rara vez) auténtica poesía. También ciertas personas de talento han sido capaces de combinar prendas de vestir desiguales, viejas y nuevas, nativas y extranjeras, en una brillante elocuencia de afirmación personal. Algunos de sus logros son celebrados en la historia de la moda, pero aquí, como en todas las artes, debe de haber muchos genios anónimos. Desgraciadamente, igual que hay más artistas sin talento que genios, también hay muchas personas que no visten demasiado bien, y no por falta de dinero sino por una carencia de gusto innata. En algunos casos sus ropas son simplemente monótonas, sugiriendo una personalidad para combinar colores, diseños y estilos de enlazan o sin ella sugiere torpeza y fala de armonía personal En ch forma que ef vestir de la protagonista Verena Tarrant, presagia su confusión mon Yojo intenso, hace su primera aparición pública con wun vestido mn enaguas amarillas y un gran fajín de color carmesí atado al costado, llevaba una doble cadena de cuentas de ámbarn. Y, por si esto fue poco, Verena también llevaba «un gran abanico rojo que mantenía en constante movimiento». Como cualquier lenguaje no verbal complejo, el vestido es a veces más elocuente que la lengua materna de quienes lo llevan. También ellos, no obstante, nos están diciendo algo, pero puede que no nos estén diciendo demasiado.
LAS ROPAS AJENAS
Los hombres y las mujeres de uniforme no son los únicos que llevan ropas que no han elegido por sí mismos. A todos nos vistieron así en un principio, y con frecuencia los últimos años de nuestra niñez y los primeros de la adolescencia estuvieron marcados por las luchas. Algunos no conseguimos ganar esa batalla, o la ganamos sólo temporalmente hasta que nos convertimos en ese tipo de hombres (o, más raramente, mujeres) a quienes sus esposas, maridos o madres les elijan la ropa. Todos nosotros, sin embargo, incluso ya de adultos, hemos sido en uno u otro momento agraciados o desgraciados receptores de prendas nado, pues llevar ropa elegida por otros es aceptar y proyectar la imagen de un muñeco de ventrílocuo. A veces, por supuesto, el regalo puede ser bienvenido o halagador: la corbata que recibimos por Navidad y que es justo lo que nos hacía falta, el escotado camisón de encaje que permite a una mujer de encantos más que moderados verse a sí misma como una auténtica belleza. A menudo, no obstante, el regalo se percibe como una petición, y una petición que es más difícil de desatender porque viene disfrazada de favor. Durante mi primer matrimonio yo tenía un estilo de vestir que podríamos llamar Radcliffe Beatnik* (jerseys negros y faldas de algodón estampados de colores vivos). Esto es así aun cuando los motivos que nos lleven a ello sean hostiles. En Our Mutual Friend (1864-1865), de Dickens, el profesor Bradley Headstone se disfraza con «burdas ropas usadas de estibador» y un «pañuelo rojo completamente ennegrecido… por el uso» que son idénticos a los que lleva Rogue Riderhood, por lo que se acusará a éste del asesinato que Headstone planea cometer. Al asumir esta vestimenta Headstone se convierte literalmente en un hombre tan vil, depravado y culpable como Riderhood.
