Fue uno de los más revolucionarios e imaginativos creadores de modas de comienzos del siglo XX. Con su destreza y su deseo de cambio radical, transformó totalmente la silueta femenina. Hasta 1900, era ceñida hasta la exageración.

Despidió al corset, propuso una franca liberación del cuerpo femenino y, a partir de esa estética, el correlato de nuevos aires de libertad en estilo de vida y costumbres indumentarias. La ropa ajustada y rígida fue reemplazada por formas fluidas que sugerían e insinuaban un cuerpo de mujer.

Su estilo se veía en cortes simples e inspirados en el estilo Imperio: escotes profundos y talle alto, túnicas plegadas, sobre faldas largas que dejaban asomar el tobillo hasta entonces oculto. También, sobre amplios pantalones y babuchas de inspiración oriental, con sacos tipo kimono, confeccionados a veces con géneros transparentes y fluidos. Sus bordados exóticos fueron tomados de imágenes bizantinas, chinas o rusas.

Hasta Poiret, los denominados tonos pastel (gris claro, rosado, malva, lila o celeste) eran los preferidos por su discreción. Los tonos brillantes, como amarillo, marrón subido, rojos en diversas intensidades y verde fuerte, irrumpieron en el guardarropa.

En su afán de iluminar la moda, Poiret fue más allá. Su ropa estaba bordada sobre lanillas excéntricas de cachemira, con hilos de oro y plata y también las suntuosas capas de piel con cintas y accesorios de pasamanería que siguen la línea típica de Poiret: volumen, grandes mangas y amplitud de kimono lograda con géneros de caída blanda y pesada que llegaban hasta las caderas. A partir de allí, la línea era angosta, hasta terminar en faldas tubulares que se detenían antes del tobillo.