
Las modas infantiles introducidas a finales del siglo XVIII aún nos resultan familiares por las ilustraciones de la artista inglesa Kate Greenaway. Aunque sus libros aparecieron en las décadas de 1880 y 1890, los niños que aparecen en ellos van vestidos con ropas propias de un siglo antes, que la autora consideraba más pintorescas bellas que las de su tiempo. Su obra alcanzó tal popularidad que pronto empezó a del siglo XIX y principios del XX con frecuencia vestían a sus retoños con vestidos estilo Greenaway, y el llamado «vestido estético» de la época casi le debe tanto a sus dibujos como a las teorías prerrafaelistas sobre lo medieval. Incluso hoy, las hijas de familias ricas todavía van a las fiestas con trajes inspirados en la tradición Greenaway; y lo mismo ocurre, de vez en cuando, con sus madres. Sin embargo, este vestuario (que actualmente se conoce en Gran Bretaña como el look 《Laura Ashleys, por la diseñadora que lo reintrodujo) ya no revela necesariamente ninguna inclinación estética. La auténtica niña Kate Greenaway, pertenezca a la época que pertenezca, lleva un vestido que le llega hasta el suelo o hasta el tobillo. Las faldas de las jóvenes no empezaron a acortarse hasta la década de 1820, y lo que revelaron en un primer momento fueron unos calzones largos de color blanco con ribetes de encaje. Aunque también éstos se fueron abreviando con el tiempo, la sensibilidad victoriana hacia las implicaciones sexuales de lo que llamaban «los miembros femeninos» siguió existiendo. En una época en que «pierna» era un concepto tan sugestivo que las bien torneadas patas de los pianos se ocultaban púdicamente con brocados de flecos, la longitud de la falda de una joven estaba cuidadosamente regulada. Un artículo del Harper’s Bazaar de 1868* contiene un diagrama que indica la altura apropiada para diferentes edades, desde los cuatro años (justo por debajo de la rodilla) hasta los dieciséis (justo por encima de los bordes de las botas). Hay que señalar que la mujer adulta de la época llevaba un miriñaque con el que iba barriendo el suelo.
Para los chicos, el estilo Greenaway no duró más allá de la década de 1830. El propio Charles Dickens, que había llevado en su momento atraje de esqueleto», lo describe en Sketches by Boz (1838-1839):
Las túnicas a las que alude Dickens, que a nosotros nos parecen vestidos cortos de falda amplia, las siguieron utilizando los niños de tres a siete años hasta la década de 1860, época en que empezaron a sustituirse por diversas combinaciones de chaqueta y pantalón y también, cada vez más, por el traje de marinero. Esta vestimenta, introducida por primera vez a finales del siglo XVIII en las escuelas donde se preparaba a los muchachos para su ingreso en la Marina, pronto empezó a verse en niños de todas las edades y de ambos sexos. (La versión femenina, por supuesto, llevaba falda en lugar de pantalones cortos o bombachos.) Aunque los trajes de marinero fueron enseguida indumentarios de uso común para niños y niñas tanto en Norteamérica como en la Europa continental, donde más de moda estuvieron fue en Gran Bretaña. Aun-que cuando más se veían era en vacaciones y en localidades costeras, de ningún modo se limitaron a estos escenarios. A principios del siglo XX, el traje de marinero o la blusa de marinero eran, ciertamente, la indumentaria normal de diario para niños y niñas de clase media, como podemos ver en las ilustraciones de los libros de literatura juvenil de la época. En la ciudad y en el campo, en el propio país y en el extranjero, en azul marino para el frío y para diario en blanco para el verano y las fiestas, los niños británicos iban proclamando que su país dominaba los mares. No fue hasta después de la segunda guerra mundial, momento en que Gran Bretaña ya había cedido su dominio y su pode-río naval contaba menos en la escena internacional, cuando el traje de marinero comenzó a perder popularidad. En un campamento de vera-no para niñas al que asistí entre 1940 y 1941, nuestro uniforme de gala para los domingos era una blusa marinera blanca y una falda con un pañuelo de seda roja. Con este atuendo, cada fin de semana nos sentábamos en el porche del edificio principal a entonar canciones patrióticas, con frecuencia de tema marinero: Levando anclas y Sailing, Sailing eran dos de las favoritas. Como pregunta Paul Goodman después de una descripción de ceremonias similares realizadas en su campamento de verano: «¿Adónde íbamos todos, allí sentados?». Cuando la llevaban niños ya adolescentes, la indumentaria náutica tenía significados adicionales y a veces contradictorios. Podía expresar una tosca campechanía, como en las historias de Arthur Ransome sobre marineros adolescentes, o podía sugerir una belleza mimada e hipercivilizada como la de Tadzio, el muchacho de catorce años.
UN MAR DE CONFUSIONES: EL TRAJE DE MARINERO
Las túnicas a las que alude Dickens, que a nosotros nos parecen vestidos cortos de falda amplia, las siguieron utilizando los niños de tres a siete años hasta la década de 1860, época en que empezaron a sustituirse por diversas combinaciones de chaqueta y pantalón y también, cada vez más, por el traje de marinero. Esta vestimenta, introducida por primera vez a finales del siglo XVIII en las escuelas donde se preparaba a los muchachos para su ingreso en la Marina, pronto empezó a verse en niños de todas las edades y de ambos sexos. (La versión femenina, por supuesto, llevaba falda en lugar de pantalones cortos o bombachos.) Aunque los trajes de marinero fueron enseguida indumentarios de uso común para niños y niñas tanto en Norteamérica como en la Europa continental, donde más de moda estuvieron fue en Gran Bretaña. Aun-que cuando más se veían era en vacaciones y en localidades costeras, de ningún modo se limitaron a estos escenarios. A principios del siglo XX, el traje de marinero o la blusa de marinero eran, ciertamente, la indumentaria normal de diario para niños y niñas de clase media, como podemos ver en las ilustraciones de los libros de literatura juvenil de la época. En la ciudad y en el campo, en el propio país y en el extranjero, en azul marino para el frío y para diario o en blanco para el verano y las fiestas, los niños británicos iban proclamando que su país dominaba los mares. No fue hasta después de la segunda guerra mundial, momento en que Gran Bretaña ya había cedido su dominio y su poderío naval contaba menos en la escena internacional, cuando el traje de marinero comenzó a perder popularidad. En un campamento de vera-no para niñas al que asistí entre 1940 y 1941, nuestro uniforme de gala para los domingos era una blusa marinera blanca y una falda con un pañuelo de seda roja. Con este atuendo, cada fin de semana nos sentábamos en el porche del edificio principal a entonar canciones patrióticas, con frecuencia de tema marinero: Levando anclas y Sailing, Sailing eran dos de las favoritas. Como pregunta Paul Goodman después de una descripción de ceremonias similares realizadas en su campamento de verano: «¿Adónde íbamos todos, allí sentados?». Cuando la llevaban niños ya adolescentes, la indumentaria náutica tenía significados adicionales y a veces contradictorios. Podía expresar una tosca campechanía, como en las historias de Arthur Ransome sobre marineros adolescentes, o podía sugerir una belleza mimada e hipercivilizada como la de Tadzio, el muchacho de catorce años de la novela de Thomas Mann Muerte en Venecia, cuyo «traje de marinero inglés» le daba «un exquisito aire de niño consentido».
