Casi desde su invención el vestido se ha usado para diferenciar la juventud de la vejez. En las tribus primitivas, la iniciación de los muchachos y las muchachas a la vida adulta estaba marcada por la entrega de nuevas ropas y ornamentos de adultos; esta misma costumbre se ha seguido a menudo en las llamadas sociedades civilizadas. Cuando un muchacho alcanzaba la mayoría de edad en la Roma antigua, se despojaba de su túnica corta y adoptaba la toga virilis. En los Estados Unidos, hasta hace unos cincuenta años, el joven cambiaba los pantalones cortos por los largos en un ritual de igual significado. Durante la Edad Media y a lo largo de varios siglos posteriores la infancia terminaba en torno a la edad de siete años, con frecuencia antes. Los niños muy pequeños llevaban trajes o vestidos largos y había poca diferencia entre la ropa de niño y la de niña.’ Entre los tres y los seis años el niño se convertía en un hombrecito y la niña en una mujercita; entonces vestían versiones reducidas de los modelos adultos. Poca o ninguna concesión se hacía a lo que para nosotros es ahora una necesidad obvia en los niños: la libertad de movimientos para la actividad física. Los retratos medievales y renacentistas muestran a niños pequeños vestidos con todas las extravagantes molestias de la moda adulta: gorgueras, miriñaque, pantalones acolchados, faldas que se arrastraban por el suelo, zapatos de tacón alto y sombreros con la parte superior atestada de plumas y flores.

LA INVENCIÓN DE LA INDUMENTARIA JUVENIL

En la segunda mitad del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau y sus discípulos propusieron una visión nueva de la infancia como un estado independiente y natural, y del niño como un ser valioso en sí mismo y no como un adulto imperfecto de corta estatura. Demandaban un cambio; no sólo en la educación de los niños, también en su ropa. Rousseau aconsejaba en su Emilio (Émile), que los miembros de un niño que aún está creciendo han de estar libres para moverse con facilidad dentro de sus ropas; nada debe obstaculizar su crecimiento ni su movimiento. Lo mejor es llevar a los niños con prendas tan amplias como sea posible y después ponerles ropa suelta, sin intentar definir la silueta, que no es más que otra manera de deformarla. Sus defectos de cuerpo y de mente se pueden achacar a la misma causa: al deseo de hacer de ellos hombres antes de tiempo. Estos criterios no tardaron en comenzar a manifestarse en una nueva imagen de los niños. Las niñas, en lugar de ir con aros y corsés, ahora seguían usando los sencillos y cómodos vestidos escotados de muselina de su primera infancia. Este privilegio se fue extendiendo gradualmente a niños cada vez mayores, y hacia la década de 1780 estos vestidos a menudo se llevaban hasta bien entrada la adolescencia. Al mismo tiempo, a los niños se les quitó el abrigo largo, el chaleco ceñido, la camisa de cuello alto y los calzones cortos que habían llevado sus padres. En su lugar vestían chaquetilla corta, camisa con cuello blando de solapa y pantalones largos. En la década de 1790 los pantalones se empezaron a abotonar sobre la chaqueta, produciendo lo que recibió el inquietante nombre de «traje de esqueleto». Lo siguieron llevando durante los cuarenta años siguientes la mayoría de niños de entre tres y siete años. Las zapatillas planas y los cortes de pelo sencillos sustituyeron a las pelucas empolvadas que seguían estando de moda entre los adultos.

ROPAS MALÉVOLAS

En el polo opuesto a la ropa que trae buena suerte y éxito está la prenda de mal agüero. La versión más habitual de ésta es el vestido, el traje o la camisa que (como algunos niños) parece atraer o incluso salir a buscar la suciedad, la grasa, la salsa de tomate que se cae y otros peligros. Enid Nemy, que ha escrito muy perspicazmente sobre este tipo de prendas para el New York Times, sugiere que quizá tales ropas sean perezosas: «Preferirían quedarse descansando en una percha, o en una caja, y por eso se rebelan cuando se las saca de allí». O, añade, puede que sean esnobs, reacias a relacionarse con gente vulgar. Sea cual fuere la causa, estas prendas tan propensas a los accidentes raramente se re forman, si es que alguna vez lo hacen, y una vez que se ha descubierto una es mejor romper relaciones con ella inmediatamente. De no ser así, como las personas propensas a los accidentes, puede que nos acarree numerosos problemas y posiblemente auténticos desastres, convirtiendo alguna entrevista importante o una cita romántica en una escena de farsa o humillación. Más siniestra, y afortunadamente más infrecuente, es la prenda que parece atraer los desastres hacia nosotros en lugar de hacia sí misma. Nemy menciona un vestido naranja de lino que parecía haberle tomado manía a su dueña, una tal Margaret Turner, de Dove Publications. La ropa de color naranja puede provocar hostilidad en nuestra cultura, pero este vestido parece que fue un caso especial. «Mis amigas parecían más malvadas, los hombres parecían más distantes, y yo siempre tenía problemas con mi jefen, decía la señora Turner. «Y eso no era todo. Tiraba el café, perdía el tren y se me averiaba el coche.» Hasta cuando nuestras ropas no están investidas de esta especie de poder sobrenatural, pueden tener significados simbólicos que tienden a incrementarse con la edad. El hombre que llega a casa del trabajo y descubre que su mujer le ha tirado su raída chaqueta de lana llena de manchas o sus viejos pantalones del ejército, con frecuencia se enfada mucho más de lo que parece justificar la situación, y su enojo puede ir mezclado con un sentimiento de depresión e incluso de miedo. No sólo ha perdido una prenda mágica; se ha visto obligado a ver a su cónyuge como su enemigo, como una persona que desea privarle de la comodidad y la protección.

Un tipo más placentero de magia es el que se produce en el intercambio de prendas tan frecuente entre amantes. En la Edad Media una dama a menudo entregaba su pañuelo o un guante a un caballero por ella elegido. Cuando él entrase en batalla o luchase en un torneo lo pondría junto a su corazón o se lo prendería del casco. Hoy, probablemente porque es tabú que los hombres lleven prendas de mujer, el tráfico es de dirección única. La adolescente se pone la chaqueta de béisbol de su novio para ir al colegio; la secretaria que ha pasado la noche impulsiva y triunfalmente en el apartamento de un amigo vuelve a casa a la mañana siguiente con el impermeable London Fog de él sobre la ropa con la que fue a la discoteca; y la esposa que, juguetona y cariñosa, se pone la parte superior del pijama rojo de franela de su marido. Frecuentemente la mujer se siente tan bien y tiene tan buen aspecto con la prenda mágica prestada que jamás la devuelve. Pero si la relación se agria, el significado del intercambio se ve alterado; el encantamiento deviene maldición. El artículo mágico puede entonces devolverse, a menudo en malas condiciones: manchado o arrugado, o con «fortuitas» quemaduras de cigarrillo.