
La ropa es inevitable. Mucho antes de que yo me acerque a usted por la calle lo suficiente para que podamos hablar, usted ya me está comunicando su sexo, su edad y la clase social a la que pertenece por medio de lo que lleva puesto; y muy posiblemente me está dando importante información (o desinformación) sobre su profesión, su procedencia, su personalidad. Quizá yo no consiga expresar con palabras lo que estoy observando, pero registro de forma inconsciente la información; y simultáneamente usted hace lo mismo respecto a mí. Cuando nos encontramos y entablamos conversación ya nos hemos hablado en una lengua más antigua y universal.
La afirmación de que la manera de vestir es un lenguaje, aunque a veces se formule con cara de haberse encontrado un platillo volante en casa, no es nueva. Balzac, en Hija de Eva (1839), señalaba que para una mujer el vestido es «una manifestación continua de los pensamientos más íntimos, un lenguaje, un símbolo». Actualmente, con la semiótica cada vez más en boga, los sociólogos nos dicen que también la moda es un lenguaje de signos, un sistema no verbal de comunicación. Estructuralista francés Roland Barthes, por ejemplo, en «Las enfermedades del vestido», habla del vestuario teatral como un tipo de escritor cuyo elemento básico es el signo. No obstante, ninguno de estos autores ha llegado a poner de manifiesto lo que parece obvio: que, si la indumentaria es una lengua, debe de tener un vocabulario y una gramática como el resto de las lenguas. Por supuesto, como ocurre con el habla humana, no hay una sola lengua de la indumentaria sino muchas: unas (como el holandés y el alemán) muy relacionadas entre sí y otras (como el vasco) casi únicas. Y dentro de cada lengua de la indumentaria hay muchos dialectos y acentos distintos, algunos casi ininteligibles para los miembros de la cultura oficial. Por otra parte, como ocurre con el habla, cada individuo tiene su propio repertorio de palabras y emplea variaciones personales de tono y significado.
EL VOCABULARIO DE LA MODA
Al menos en teoría, este vocabulario es tan amplio o más que el de cualquier lengua hablada, pues incluye cualquier prenda, cualquier peinado y cualquier tipo de adorno corporal que se haya podido inventar jamás. En la práctica, por supuesto, los recursos de un individuo a este respecto pueden ser muy limitados. Los de un aparcero del antiguo «oeste» americano, por ejemplo, podían restringirse a cinco o diez «palabras» con las que sólo se llegaban a crear unas cuantas «oraciones» prácticamente desnudas de cualquier adorno y que sólo explicarían los conceptos más básicos. Por otra parte, una persona de las que se dice que dictan la moda puede tener a su disposición varios cientos de «palabras», con las que podrá formar miles de «oraciones» distintas que expresarán una amplia gama de significados. Elegir la ropa, en una tienda o en casa, es definirnos y describirnos a nosotros mismos. Ocasionalmente, por supuesto, en estas decisiones entran en juego consideraciones prácticas: consideraciones sobre la comodidad, la resistencia, la disponibilidad y el precio. Especialmente en el caso de personas con un guardarropa limitado, es posible que se pongan una prenda porque sea caliente, o impermeable, o porque sea útil para ponérsela encima de un bañador mojado; ¿de igual forma, las personas de vocabulario limitado usan la coletilla «No? o adjetivos como «buenos o malo». pero, como ocurre con la lengua hablada, tales elecciones suelen darnos información, aun cuando no sea más que el equivalente de la afirmación «Me trae sin cuidado el aspecto que tenga hoy”. Y también aquí hay límites. En nuestra cultura, como en otras muchas, ciertas prendas son tabú para ciertas personas. Muy pocos hombres, por mucho frío que tengan o por mojados que estén, se pondrían un vestido de mujer, como tampoco utilizarían palabras y frases como «Sencillamente maravilloso», que en nuestra cultura se consideran específicamente femeninas.
